L a imaginación vuela mientras el ascensor se acerca a la quinta planta del estadio más emblemático del fútbol mundial, el Maracaná, y el turista sólo acierta a imaginar la magia de aquellas tardes de domingo, tardes en las que los cariocas enloquecían entre gambetas, goles y samba sobre el césped.
Cuando el ascensor termina su marcha, las puertas se abren, la luz ciega al visitante y, como en una visión etérea, se observa el escenario de las grandes batallas.
Allí fue donde Uruguay derrotó a Brasil en la final del Mundial de 1950; donde Pelé marcó su gol número 1.000; donde Garrincha o Romario encandilaron a la hinchada brasileña.
También donde se disputará el próximo 12 de julio la final del Mundial de 2014, en el que Brasil quiere sumar su sexto título mundial y hacerlo en casa, en el templo del Maracaná.
El lugar del que emana la esencia misma del fútbol de Brasil se abre ante los ojos de un visitante paradójicamente silencioso. Las gradas teñidas de amarillo y azul contrastan con el toque verde que otorga el tapete de juego. Un escenario en orden y progreso.
Jornalista Mário Filho
El Maracaná se llama oficialmente estadio Jornalista Mário Filho, pero nadie lo conoce así.
Con el nombre del barrio en que fue edificado es también reconocido en todo el planeta y, con esa esencia mundialista, ha vuelto a abrir sus puertas para el público en general, y especialmente para los turistas, después de haber permanecido cerrado, por reformas, durante casi un año. Un periodo en que se ha transformado en un estadio moderno, pero que no ha perdido la esencia que lo convirtió en leyenda.
El Maracaná es, de nuevo, una atracción más para los turistas en Río de Janeiro, que durante el último año han tenido que conformarse con observar desde fuera el centro neurálgico de una ciudad que respira fútbol.
Ahora el estadio Jornalista Mário Filho reclama su sitio en el olimpo del turismo carioca y, con casi 30.000 visitantes al mes, se asienta como la tercera atracción de Río de Janeiro tras el Cristo Redentor y el Pan de Azúcar.
El nuevo aspecto del estadio impresiona, especialmente desde el terreno de juego, donde el visitante tiene la oportunidad de sentirse como Maradona, que nunca logró alzarse con la victoria en el legendario coso; o como Neymar en la última Confederaciones, liderando a la Brasil que derrotó por 3-0 a España en la final.
Es la ilusión de sentirse una estrella por unos pocos segundos, justo después de recorrer el túnel de vestuarios; es la sonrisa que se dibuja en la cara de todos los visitantes cuando pisan el césped y ven las gradas en las que los cariocas se entremezclan y olvidan sus problemas durante 90 minutos.
Es la posibilidad de experimentar un momento único que sólo unos pocos privilegiados tienen la suerte de poder vivir, sentirse un dios menor jaleado por una marea verde, azul y amarilla que puede elevar a los jugadores a la categoría de leyenda nacional.
Río de Janeiro es la ciudad del Maracaná. Le llaman "A Cidade Maravilhosa” y no desmerece el nombre. El verde contrasta con el azul del océano, las colinas brotan en cualquier punto de la ciudad, como si pretendiesen subrayar su belleza.
Con el permiso del fútbol, Río es mundialmente conocido por su carnaval. Todo se impregna de samba, plumas, disfraces y alegría, mucha alegría. Cariocas y visitantes se juntan en el majestuoso sambódromo durante los cuatro días que dura esa festividad y hacen extensiva la celebración a todos los rincones, a todas las calles.
De hecho, en Río se dice que el año no empieza hasta que acaba carnaval, a finales de febrero o principios de marzo. Y es que la celebración de nochevieja, que llena de gente, fuegos artificiales y espectacularidad las playas de Copacabana e Ipanema, se junta con la preparación del carnaval. Si a ello le sumamos el fuerte calor del verano carioca y la tranquilidad de sus ciudadanos, el resultado de la ecuación es claro.
Algo que inquieta y estimula a los turistas son las favelas. En muchas de ellas -no todas- los narcotraficantes que antes las controlaban han sido expulsados y hoy la policía hace acto de presencia, arma larga en mano, día y noche. Se han convertido en un lugar tranquilo, nido de gente humilde y de extranjeros bohemios. Lo que fueron bastiones del narcotráfico son ahora, sencillamente, barrios populares que inspiran una sensación de vuelta al pasado, de desorden y de ganas de salir adelante de sus habitantes (EFE Reportajes).
Los equipos de la ciudad
Oculto al ojo desentrenado, la ciudad tiene otros colores que animan y desdibujan el escenario urbano, los colores de cada uno de los equipos de la ciudad: Fluminense, Botafogo, Vasco da Gama y Flamengo.
El verde, el blanco y el granate pintan el barrio de Laranjeiras, tradicionalmente uno de los más señoriales de Río. Es la casa del Fluminense, el equipo de las clases altas de la ciudad. La combinación de colores les ha merecido el apodo de "tricolor”.
El Flamengo es una escisión del Fluminense. El rojo y negro se transforma en marea cuando los flamenguistas, la afición que se precia de ser la más numerosa de Brasil, se prepara para inundar el Maracaná los días de partido.
El Flamengo es tradicionalmente el equipo de las clases bajas, "de los pobres” y su afición está muy orgullosa de ello. El derby o clásico por excelencia de Río es el Fla-Flu, el Flamengo-Fluminense.
El Vasco de Gama es el equipo de los portugueses. De hecho, la mayoría de sus socios tiene ese origen. Va de negro, con una franja blanca. Es el primer club grande que aceptó, en los años 20, a jugadores negros. Aunque tiene estadio propio, los partidos grandes los juega en el Maracaná, porque no puede acoger a dos aficiones en su propia casa.
El Botafogo también va de blanco y negro y es el equipo de los sufridores, de los que les cuesta trabajo ganar, de los que han nacido para soportar derrotas. Aún así, es el club que más jugadores ha aportado a la selección brasileña.
Allí fue donde Uruguay derrotó a Brasil en la final del Mundial de 1950; donde Pelé marcó su gol número 1.000
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