“Nadie es perfecto”. Tres palabras para formar una frase corta con mucho contenido. La eligió Billy Wilder para terminar una de sus memorables películas y la repitió Joseph Blatter cuando creyó dar por cerrada una crisis que va a poner fin a su longeva presidencia.
Lo hizo el 29 de mayo en Zúrich. Ante el Congreso de la FIFA donde llegó a pedir “la ayuda de Alá o de quien sea” para concluir con éxito un mandato que empezó hace diecisiete años y que desde entonces no deja de tambalearse.
Su petición no parece haber sido escuchada. Cerca de aquel escenario, el que fuera coronel del ejército suizo ha visto cómo se hacía pública la apertura de un procedimiento penal a su persona por parte de la Fiscalía suiza por gestión desleal y abuso de confianza.
Justo ayer, cuando la FIFA daba por concluido un Comité Ejecutivo para cerrar la agenda del Congreso que tendrá que volver a votar presidente el próximo febrero y abordar las reformas que desde hace meses diseña para recuperar una credibilidad más que dañada.
Esperada por unos, reclamada por otros, la imputación de Blatter no hace más que aumentar el galimatías en el que se ha convertido la organización más poderosa del mundo, obligada a abrir puertas y ventanas para oxigenarse y, quizá también, reinventarse.
La “caída” del secretario general, Jerome Valcke, hace unos días y la letanía de nombres de colaboradores que se han quedado en el camino, -algunos detenidos desde mayo, otros extraditados-, son ya un peso insostenible para un dirigente que difícilmente puede capear un “tsunami” como éste. Con la única confirmación por parte de la FIFA de registros en su sede e interrogatorios, sin mencionar un solo nombre, ayer Joseph Blatter ocultó su rostro, casi siempre afable.
Su imperturbable apariencia y su diplomacia tendrán que afanarse ahora, con 79 años, en evitar una condena que sin veredicto ya pesa sobre él y quizá salpique a quienes tratan de reemplazarle.
Michel Platini fue asesor suyo antes de presidir la UEFA, Chung Mong-joon fue uno de sus vicepresidentes y el príncipe Alí Bin Al Hussein lo es actualmente desde hace cuatro años.
Los partidos de fútbol tienen marcados los tiempos. La FIFA quizá hasta ayer creía tenerlos. Demorarlos con debates sobre reformas y mejoras con tinte ético puede restar más credibilidad y abocar a un descenso de categoría.
Un castigo que intenta esquivar cualquier club, como podría hacer una organización que en plena investigación por corrupción aún puede acordarse de los refugiados y donar un millón de dólares.
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