Hasta el minuto 53 del partido de cuartos de final ante Holanda, Brasil parecía invulnerable. Estuve en el estadio en tres de sus cinco partidos y la sensación siempre fue la misma: de que manejaba los partidos a su antojo, de que marcaba el ritmo y de que, llegado el momento, aceleraba hasta conseguir el objetivo que se había planteado.
Puede que el planteo de Dunga no fuera vistoso, o al menos tanto como en otros momentos de la historia de la verdeamarela: el bicampeonato de 1958 y 1962 con Pelé y Garrincha como abanderados, los cinco número 10 de 1970, el equipazo sin corona de 1982, la máquina de hacer goles de Rivaldo y Ronaldo en 2002. Todo un mapa genético del fútbol brasileño que, bajo este técnico, había quedado subordinado a la disciplina táctica.
Pero no sería justo juzgar a Brasil sólo por el resultado final: hay que admitir que Dunga, como DT, terminó siendo mucho más ofensivo que Dunga como jugador. El técnico sí había conseguido armar un equipo paciente y eficiente, con equilibrio en todas sus líneas, y además con enorme talento individual para, llegado el caso, tener esa vía alternativa para resolver.
Qué lo diga si no Corea del Norte, que le aguantó más de un tiempo antes de ceder ante un equipo que me metió una presión incesante y que supo esperar el momento adecuado para inclinar el resultado. O Costa de Marfil, que se encontró con pinceladas de Luis Fabiano, Elano, Kaká y Robinho para, desde lo individual, superar a un rival áspero y decidido a cortarle los circuitos de juego. O Chile, que se desmoronó después de mantener a raya durante media hora a esa máquina de vocación asesina, y terminó intentando, como premio consuelo, al menos patear un par de veces al arco.
Ese mismo instinto de predador parecía intacto en el primer tiempo contra Holanda, cuando de entrada nomás, Brasil le anotó dos veces vía Robinho, primero en offside y después de manera lícita, tras un gran pase de Felipe Melo. Brasil había arrancado con todo y Holanda parecía lista para convertirse en su próxima víctima.
Una Holanda a la que parecía que le costaba cambiar su libreto: pese a estar un gol abajo, seguía planteando un partido de roce, de confrontación, como si tratara de plantársele a los brasileños en un terreno puramente físico, de ver quién era más fuerte, como si eso fuera lo que realmente importara, y no ganarles.
A Brasil ya lo habían tratado de intimidar todos sus rivales, algunos desde la presión, otros desde la infracción. Y a ninguno le había dado resultado: tarde o temprano, se había impuesto el fútbol de los de Dunga -porque, como ya lo admitimos, el Brasil de Dunga también supo jugar bien al fútbol.
Y no fue la excepción contra Holanda, a quien podría haber liquidado antes del minuto 53. Sólo que esta vez, se le terminaron la paciencia y la precisión quirúrgica para definir. Y entonces, en un solo momento, a Brasil también se le terminó el Mundial.
Fue una jugada, nada más: un centro de Wesley Sneijder que no parecía demasiado complicado, pero en el que todo se alineó para desalinear el universo Brasil. La salida dubitativa de Julio César y el despeje a medias de Felipe Melo le facilitaron a Holanda el empate que tanto le había costado encontrar.
A partir de ahí nada fue igual. En ese minuto, una campaña que estaba cerca de la perfección se vino abajo de golpe. Y toda esa energía que hasta entonces había estado del lado de Brasil se le escapó, o peor aún, pasó a ser propiedad de Holanda.
En ese fatídico minuto 53, Brasil dejó de tener alma de hexacampeón del mundo, para convertirse en el espíritu del equipo del Maracanazo de 1950. Como en su propia casa hace ya 60 años, no sólo había dejado pasar su chance de asegurarse la victoria, sino que además se mostraba impotente para luchar contra la adversidad.
Era realmente la primera prueba de fuego para Brasil en este Mundial, pero también la última. En vez de responder con fútbol, se desordenó, marcó mal en un corner y mantuvo vigente ese lugar común del fútbol que dice que dos cabezazos en el área se transforman en gol: Dirk Kuyt peinó en el primer palo y Sneijder desvió para poner el 2-1.
Fue toda una ironía: a un equipo que se había destacado en el juego áereo, que parecía invencible por arriba en las dos áreas, le habían marcado dos veces en 15 minutos por esa vía. Y esos errores en un aspecto específico del juego en el que tanto se había destacado se trasladaron a todos los aspectos del juego en los que Brasil había sido dominante.
Faltaba un rato largo, pero era el final. Toda la claridad y el hambre de gloria que había tenido Brasil hasta entonces desaparecieron. Perdió la pelota, se descubrió atrás para ir a buscar el empate sin demasiada convicción (de milagro Holanda no amplió ventajas) y hasta terminó sufriendo la expulsión de Felipe Melo por un pisotón a Arjen Robben.
A Dunga le caerán encima por Felipe Melo, sin dudas el villano, por su gol en contra, por su expulsión y por haber sido uno de los hombres más cuestionados de todo el ciclo Dunga. Ciclo que, dicho sea de paso, se terminó con la eliminación, algo que el propio técnico confirmó en la conferencia de prensa.
También lo criticarán por haber cambiado delantero por delantero (Nilmar por Luis Fabiano en el minuto 77) en vez de haber quemado las naves. Y por muchas cosas más que no cambiarán la esencia de lo que sucedió: en poco más de media hora, Brasil arruinó todo lo bueno que había hecho en cuatro partidos y medio.
Podría haber terminado en goleada, pero no hubiera sido lo importante. Lo que cuenta es que fue necesario solamente un soplido para que la máquina de Brasil se desarme a pedazos. Una máquina de ganar partidos que, como toda máquina que se pretende invencible en un juego en que participan humanos, tarde o temprano tiene que enfrentar el momento del error.
De la respuesta a ese error depende la supervivencia o no de esa máquina. Y cuando ese momento llegó, Brasil no tuvo respuestas y pasó de dar cátedra a dar pena.
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